Una casa y luego una calle con varias. Más tarde un pueblo que posiblemente se multiplicará con el tiempo y acabará por ser ciudad. Ese crecimiento plano, lineal y constante, capaz de arremeter hasta menospreciar y destruir esa parte de naturaleza imprescindible, y por humana propia, que proporcionándonos sentimientos y empatía, traspasa la parte ferrea -que de seguro terminará por oxidarse- esa corpulentamente material a la cual se le caerán los músculos y perderá su fuerza con el paso de los años. Una ciudad nunca debe perder ni anular la capacidad de ensoñación de sus ciudadanos, pues es esa parte deliciosa y extrasensorial la que logrará convertirse en una prospera iniciativa que reconvertirá el serio asfalto en vergeles coloridos.
Una ciudad; la triste, la que renuncia al don de corazones, la que presume de sus formas estipuladas aun éstas estar fundamentadas en conceptos faltos de oído que son sentencia dada por unos pocos y castigo para muchos. Conceptos y normativas que, cargadas de cerrojos, impregnan los espacios de la tierra sumiéndola dentro de un helor insoportable que penetra y penetra y penetra hasta los lugares más recónditos, generando colapso, confusión y extravío.
Ya dispuesta una ciudad, cómo distribuirla, en qué medida, sus gobernantes, se preocupan en aunar a los ciudadanos para que marchen en pos de un beneficio común, en qué medida así se lo hacen entender. Qué fórmulas adoptan para resaltar, que el único camino valido para reconfigurar con criterio esta sociedad y sistema, con sus correspondientes estados y ciudades, es el de la cohesión.
Tengo la sensación de que dicho aspecto es el que menos les importa, como principio, a este mando establecido que nos gobierna en una hora o en otra, y llega a ser así, pues otro estadio de consciencia afianzado en la mayoría de los ciudadanos, podría repercutir perjudicándoles en lo que respecta a sus beneficios personales.
Cada uno de los gobernantes, cuándo empuña el poder y ordena y manda, empieza o termina por utilizar la farsa para abducir, omite para quedar en buen lugar y manipula lo que conviniera para hacerse más veraz y creíble.
Estos individuos que ostentan la dirección de nuestras urbes y sociedad, establecen y ordenan hasta configurar tú ciudad y la mía a su antojo o al de las tantas y millonarias multinacionales que les untan callándoles la boca. Esos personajes que no simplemente son seres sometidos, lacayos de una economía a la cual tienen que obedecer para mantenerse en su mundo de ventajas y ganancias.
Ellos, las cabezas visibles, nuestros gobernantes, cada uno de ellos siempre maniatados por sectas compuestas por personajes invisibles, por un poder fáctico que sostiene un código inquebrantable fundamentado en la codicia y la ambición. Ese poder que presiona y presiona para que se modifiquen reformas y cambien algunos de los condicionamientos legislativos que le restan beneficios a sus finanzas. Nuestras ciudades, y nosotros como ciudadanos y contribuyentes, quedamos al margen de las decisiones que terminan por tomar los respectivos gobernantes que se van sucediendo, y esto ya va siendo hora de que cambie.
Ellos, políticos que sacan pecho en cualquier medio de comunicación, pero que se hallan atados de pies, ideas y manos, son seres sumisos dentro de un mundo en que el marques de Sade queda siendo el principe de Blancanieves sosteniendo un ramo de rosas rosas y besando a su amada en una playa exótica de Malibú o Ibiza.
Marchamos, inexorablemente, hacia una dirección determinada; la de la superficialidad (ya se encargan de separar al conjunto con disimuladas artimañas cuales consiguen que sintamos como extraños a los demás).
Está en la orden del día, inculcar y vender; ideas, planos y conceptos, en razón, tan solo, de simular prosperidad, de ser una mera imagen aparentando bienestar y ocultando las deficiencias por subsanar, esas prioridades que convendría de proteger o lograr.