El egoísmo deviene como el máximo exponente de la subjetividad; forma parte de una identidad dictatorial -equivale a eslabón terrenal y a presidio ineludible- Antepone la autosatisfacción a cualquier asunto; anhela beneficios personales sin sopesar la destrucción que acarrea ni pensar en construir y evolucionar. Cuando desmedido, actúa cruel, casi comporta sadismo; se apoya, una y otra vez, sobre la justificación que señala a otros y a él lo exculpa. Es déspota por ambicioso, al afanar exclusivamente el placer propio, aunque para ello padecieran o perezcan otras vidas -más cercanas a su camino de lo que él cabe se imagine-.
Él menosprecia hasta al desprecio, absolutamente todo lo que pudiera ser importante para los demás y no reporte frutos sobre su Yo imperativo que, por necio, por inconsciente o por ciego, sufre de una amnesia que lo hace olvidadizo de esa tanta importancia del conjunto como herramienta indispensable para mejorar.
El egoísmo danza usando mil disfraces, disimula las verdades nefastas que conlleva y extorsiona lo que conviniera ¡es inmortal! pues aprendió a encontrar aire para darle bonanza eludiendo su extinción, y así, como ente eterno, resucitar. Vive como una gran farsa; viste de una manera u otra a todos los hombres y se jacta, hipócritamente, de que perdura para facilitarnos progresar.