Ya hace más de cuarenta años que, delante de este paso mío ciudadano, observo y huelo sabor a aceite. Donde manda el correoso asfalto y sus grises, saboreo la grandeza de unos olivos que hacen que el resto de elementos sean menudeces. Son más de cuarenta, viendo estos troncos de robustez exuberante aparentar ser huesos de brazos y piernas; como se retuercen más y más mientras crecen. Esa madera, me brindó de niño y todavía hoy me regala, una meta y la fuga de las deficiencias cosmopolitas, igual que, sirviéndome de musa, empuja hacia adelante a mi imaginación sin contemplaciones.
Olivos que, hablándome de raíces, me recuerdan la curvatura insignificante de mi tiempo -un chasquido, el florecimiento puntual- Estos olivos -por imponentes ya sabios- prefieren ignorar aquella maquinaria supuesta como perfecta, pero que para todo no sirve, la misma que siempre termina por tener algún defecto y fallar; ellos esperan las partituras de cada estación y, según vienen, les agradecen. Ignoran o se resisten a contar; no saben de ceros a la izquierda, caídas a la baja, divisiones que merman las posibilidades o restas perdedoras que suman hacia la desesperanza. Desconocen por completo los porqués, la razón de los impulsos que devienen prepotentes y, arremetiendo, devoran los pulmones naturales que nos alimentan y arrastran al hombre a perderse y a nuestra civilización hacia la quiebra.
La naturaleza con sus diseños nos marca el camino de la esperanza.
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…por supuesto; al mismo tiempo que nos indica la verdadera dimensión de nosotros como especie. La naturaleza, instructiva, sostiene un cofre repleto de tesoros creativos, así como se nos ofrece, generosa y constantemente como musa.
Sepas de mi afecto; un abrazo.
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