Lástima que la penumbra nos zancadillee, que yo no pueda hacer las rendijas de luz aún mas amplias y largas de lo que son.
Aún siendo así, gracias a la penumbra por permitirnos encontrar a la dualidad que existe en todo, por regalarnos un diván en el que reflexionar para llegar a estar sin ambigüedades haya donde estemos o hayamos ido.
Aquí estoy, agradeciéndole a la penumbra su aportación, esas tantas respuestas, esas que nos cuentan sobre la necesidad y evidencia de la dualidad, siempre… siempre… en cada uno de los extremos se encuentra la razón del sabor opuesto.
Aquel diamante; duro, robusto, salpicado por una esencia honda y especial, se convirtió en cristalino, se hizo tan luminoso que aparentó ser frágil; para caer y desde las manos del mismo cielo y despedazarse, y sus pedazos invadir nuestro presente, igual aportando ruidos que musicalidad, oscuridad que destellos.
Su transparencia tanto fue mostrada como diamante y también como cristal. Su variedad de consistencias pretendió indicar la confusión a la que puede inducir la imagen, y para servirse de un ejemplo, optp por caer y romperse, por repartirse en pedazos y esparcirse por todos lados.
A nada ni nadie dañó al descomponerse, ni al caer, ni al esparcirse, pero sí quiso, que se escuchará el impacto instantaneo y el diluirse de su chasquido. No hirió… ni a los pies descalzos, ni al egoísta, ni al avaro, ni al despistado transehuente ni al plácido niño que disfrutaba columpiándose mientras clamaba sudando…. ¿donde te has escondido, transparencia, que no puedo ver donde estás?.
Lástima que el aire se transforme en ocasiones en dolor de presentes no queridos. Que no se pueda escoger, aunque se conozca, lo que uno desea, por más que se tuviera claro, al recordar lo que uno ya ha vivido.
La choza de paja y barro estuvo por décadas cobijando a una familia. Sobrevinieron las esperadas tormentas, azotaron nuestra aldea, sin faltar a la cita, los monzones, y demostraron cuanto de débiles eran nuestros nidos, quedaron resquebrajados y sin techo y nosotros ante la cruda intemperie.
La paja dejo de aferrarse a las cañas, voló y voló, se mojó y se secó; para más tarde otros hombres, recogiéndola, hacer con ella otras casas, propiciar nuevas formas de mayor resistencia donde cobijarse.
El barro fue deshecho y amasado cientos de veces antes de sacarse de él tinajas, vasos y cuencos, lo mismo que, amasado junto a hierbas medicinales, infinidad de remedios para la piel, la boca y los oídos.
Lástima que a uno le importe cumplir años, cuando los años pasan pronto, duran poco, son veleta que está siempre padeciendo extravío.
Años que pasan dejando recuerdos que suelen dar vueltas hasta quedar varados en el olvido.
Un bosque derivó en un pasto… y con el tiempo en un desierto se convirtió. Por más que se deshagan los hielos hay un incendio con mucha sed, un incendio con fuego, las fuierzas de la naturaleza retando al hombre y a su hacer.
Los incendios, insaciables, beben y beben… no se agota su sed. Queman y beben… beben y no se apaga. Y un amigo le pregunta a otro -¿Cómo lo podemos hacer?. Y el amigo tendiéndole sus manos lo abraza fuerte pidiéndole fe.
Lástima que la confianza esté demode, esté tan de luto que creemos que todo emana lleno de interés y artificios.
Gracias por confiar en que no hay moda que pueda cambiar tantas cosas valiosas que merecen la pene que existan. Gracias por converger en un punto que nos recuerda lo extraordinario que es estar vivo.
Un becerro dialogaba con las florecillas que pastaba, ellas, con sus pétalos redondo,s algunas, y otras teniénolos dentados, en punta. Las flores con sus cien colores repartian suerte al que las escuchaba. Y el becerro se hizo ternero y el ternero se hizo un gran macho, más en su no pensar estaba el alimento, llevaba dentro la sabia de lo fresco, en su calmado rumiar estaba lo nuevo proporcionándole un lindo rosal en sus patas, extendiéndose por su vientre y repartiéndose por todo su cuello.
Lástima que uno no se acuerde de que si está ciego puede escuchar, si estuviera mudo puede saborear y si padeciera de cojera todavía se podría sentar.
Ese baúl siempre cerrado en la esquina del recibidor, sin candado, pero cerrado. Una vez, dentro de él, se depositaron libros y ropas, objetos de recuerdo que molestaban por los rincones de la casa. El baúl esperaba a las manos que recordaran que su interior tambien necesitaba respirar.
Esperaba que un buen día fuera abierto y que aquellos utensilios dejados dentro de él, de nuevo tuvieran utilidad. Mas el tiempo pasaba y los objetos habían enverdecido hasta ennegracer, de moho estaban cubiertos. A los libros se les comieron las puntas, se le agujerearon sus hojas, a los recuerdos se les olvido hasta que tuvieron ayer.
Lástima que la esperanza ande colgada mayormente en el trastero.
Gracias a esa gitana que me lanzó la buenaventuranza sobre el tibio suelo.