El otro día, durante el trayecto que hay desde mi casa hasta el gimnasio, vi cruzarse ante mí a cuatro muchachos de apenas quince años, se perseguían y empujaban mientras reían, jugaban presos de una complicidad que, trayéndome gratos recuerdos, se me apareció simple y vital, complicidad que, por deliciosa, me transportó en el tiempo anotando en mi corazón un apunte de nostalgia.
Sus palabras, alzándose sobre un agudo hilo de voz, todavía evidenciaban aquella infancia que cuestiona y descubre, pregunta tras pregunta, delataban aquel jolgorio que sólo ampara la inocencia. Dentro de la fina musicalidad de sus voces ya se percibía el inicio de la edad adulta, hecho que se hacía presente, al intercalarse y mediar un tono grueso que acometía descontrolado e inexperto y orquestaba de imprevisto como instrumento desafinado.
Cuanta magia inmersa dentro de dichos cambios. La infancia -oval de seda- acepta el trueque; la vida humana transforma músculos frágiles en fuertes, se extienden las cuerdas vocales y el sonido cambia, los tamaños mutan así como el tacto de las pieles, cuando los niños nos dirigimos hacia ser hombres y estamos, inevitablemente, a lomos de un caballo llamado pubertad.
Me alegró constatar, que aun habiendo crecido, que aun con el pasar de los años, aún mi niño vivía.
Además de vivir, juega sano y fuerte.
Un abrazo.
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Va bien procurarse la fuerza intrínseca de un corazón.
Que se vistan nuestros ambientes con muchas risas.
… se sume un abrazo más.
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