«Las formas, ligeramente traviesas, formulan hechizos para no acudir repetidas. Los rostros cambian pero las esencias se muestran indivisibles.
Nosotros proseguimos alimentando a los mismos niños. Corremos, tras el sol, en días despejados y dentro de otros con lluvia.»
La lluvia es alba.
La lluvia amanece tan temprano que rivaliza con los avisos del gallo y la luz del sol.
Las madres de la lluvia alumbran las horas, las pintan con gotas que, bailando «tristeza», se difuminan persiguiendo a la imaginación cuando marcha.
La lluvia. La lluvia y sus madres deletrean huérfano y delatan que esta tierra es un hospicio; mientras nos arrullan con sus musicales oraciones, denuncian que es blando el barro dentro de un día.
Amanezco, apagado. Tragado por la niebla procuro retirar los cortinajes que fueron hilados con emociones movedizas y sentimientos frustrantes que rocían desesperación.
Chillo «¡LLUVIA!» aguardando vitalidad… y la lluvia que aparece y me remoja es llanto agrio, acidez, angustia que retuerce mi corazón y extravía mi mirada y colapsa mi boca; resalta la cripta, el dolor agudo y adentro que todo aquello que toca envejece.
Este dolor: Un puño invisible que golpea, ciego. Una vertiente del pasado que, cuando gira y vuelve, demuestra que hubo vida que se convirtió en muerte y en caras ocultas. Este dolor clausura oportunidades. Impide el paso adelante y marca con fuego serio, desde lo más profundo, mi semblante.
Este alba proclama a la lluvia, sensitivo voraz que transcurre inclinando un día hacia la sed, martilleándolo desde su fragua.
Jamás pensé que añoraría desiertos.