Fuimos y somos amantes

tan sólo en cortos periodos…

no cabe más.

Emplazó el clima

nuestros minutos de encuentro,

de alas erguidas frente a un espacio.

¡Valga ese amor!

 

***   ***   ***

 

Algodones apretados

ante la vista; de apariencia, mullidos.

Que rebosantes, hasta el punto de estallar,

igual limpiarán las calles

que remojarán los caminos.

 

Harán que ellos se abran,

los hará surgir extendidos.

 

Mojará el agua las ideas,

humedecerá los corazones

al punto de reportar

melancolía y nostalgia,

pero nunca le habrá de negar

a ninguno de los sentidos

la fuerza, de cada gota, su brío.

 

Bendito es el elixir,

el brota y cae del cielo.

Bebida que no atraganta

ni al rico ni al pobre,

ni al arrollo ni a la cascada,

ni al niño ni al viejo,

ni a la campiña ni a los desiertos.

 

A los árboles engrandece.

A las raíces revitaliza.

Es mucha la sed que aguarda,

ya venga pronto

y sacie toda tierra seca,

llegue con premura

y prontamente penetre.

 

Ella: lluvia esplendida.

Tanto alimenta el paso de los hombres

como a las manos despierta…

a las manos que, secas aún, sueñan

sin necesitar de su atadura.

 

… y ella cae.

… y ellos aparecen…

 

Son los paraguas atletas laboriosos:

tanto bajan como suben.

El gimnasio en que musculan

es la calle o las escaleras

donde esquiven

ágilmente el decidir

un lugar donde caber,

no arañando a nadie

ni enganchándose,

con aquel con quién se crucen.

 

Quizás ganen un concurso…

y su premio devenga

como un millar de caricias

que les humedecieran bien seguidas,

recordándoles el porque de su trabajo,

la razón de su afición.

 

Pues su amor viste de agua,

la que agradable llega y remoja,

y tocando su tela

les confiesa su amor.

La que los prende de peso,

la que los acaricia y susurra,

al caer sobre sus tejados textiles.

 

Aseados por la lluvia;

su textil, impermeable.

Cuándo extendidos, sabios protegen.

Cuándo cerrados, pacientes esperan.

 

Nos resguardan los huesos

cuando chilla la tormenta.

De las nubes cuando estallan.

De las lágrimas del cielo,

nos dan cobijo, protegen.

 

Sean como fueran

aunque su puño esté hecho

de cualquier noble madera,

de artificial plástico

o con el frío de un metal.

Aunque su finura vistiera

la gracia de dibujos,

o bien lisos acogieran

el sobrio porte,

o el excentricismo

engalanara su lujo,

ellos relucen siempre

cuándo se ausenta

nuestra única estrella,

un magnífico sol.

 

¡Los paraguas cuchichean!

cuentan las gotas recogidas.

Es la esgrima su deporte,

en la ciudad bien la practican.

Sus espadas ya chocaron

al rozarse con puntas ajenas,

con el final, ya romo y pulido,

de otro delgado bastidor.

 

En las manos de jinetes

son caballos que cabalgan,

locos danzan y galopan,

bailan locos entre prisas.

 

Los hombres a ellos se aferran,

no son engorro en tal día,

cuando cayendo un diluvio

corremos prestos por el paseo

y saltamos los charcos

y eludimos autos que salpican,

mientras la lluvia… grita que grita.

 

Enzarzados en cruzadas,

o reposando en el trastero.

Entre ropas harto antiguas

o de primorosa actualidad.

Solicitan que los cojan las manos,

salvar su tiempo de soledad,

desperezarse con nuestra compañía.

Precisan gotas de lluvia,

frescas gotas decididas

que los escojan como amantes

que quieran con ellos conversar.

 

Suelen ser tan pocos

los minutos anuales

que tienen por exprimir,

que deben usar conjuros

para seducir a las nubes

hasta que recen tormenta,

incluso audaces erotizar

a los cielos claros del verano,

para así nunca falte,

en ninguna estación,

el trueno que relinche

y el cielo, aún negro, conozca la luz,

decida de su uno hacer dos y partirse.

 

Paraguas y transeúntes

que danzan en trance,

cuándo la lluvia cae

con ganas y juguetona.

 

318-omu G.S. (Bcn)