Mi fe no queda ridiculizada por un egoísta interés personal, va más allá de perdones salvadores, sacrificios, inocentes o culpables y demandas. No creo en un Dios para que sean disculpadas y lavadas mis equivocaciones, o se me reste trabajo al recorrer cualquier camino o para que se me conceda un billete hasta el edén soñado. Tampoco mi fe acontece alentada por ninguna cultura concreta ni por temor a las llamas del infierno o un padecer construido a base de miedos.
No observé nunca a mi Dios como a lavandera que de rodillas me sirve y quita de los vestidos sus manchas. Ni como a ufano sacerdote que, prepotente, con una de sus manos o mediante su decir hablado crucifica a unos cuantas de las ovejas del rebaño; hinca en sus vidas, astillas, condenándolos lejos del paraíso, igual que en sus mentes, prejuicios, que molestan y pinchan más que agujas punzantes o clavos afilados. Sacerdote que, con la mano que le queda por usar, a un tiempo y mediante gestos, marca signos en el aire que comenta son redención pues aromatizan purificadores y sagrados. Él: vanidoso; creyéndose con la gracia de eximir a sus congéneres de cualquier delito y culpa; conminándolos al arrepentimiento y solicitando el pago, garantizando el perdón tras someternos al rezo, (cuatro padrenuestros y tres avemarías), los cuales se sucederán tras la oscura y morbosa escucha, que espera, sentada y escondida, en una de las cuadriculadas caras de la celosía de un confesionario.
Mi fe ahonda alejada de símbolos y sotanas y de inquebrantables obligaciones; asoma dentro de la memoria del subconsciente, sujeta a razones inexplicables. Insiste e insiste en ser originaria; se aferra a un identitario vínculo fraterno. Rotunda, me hace saber que yo he estado formando parte de una partícula más primitiva que ancestral, de una mota minúscula y parada de nada donde se amasa y fermentaba todo lo que vendría. Partícula, la cual aburrida de su insulso estacionamiento, decidió multiplicarse y convertirse en multitud de «algos»; optó por estallar y expandirse como energía que progresa continua y desconoce lo que significa la vuelta atrás, que elude retornar para vivir sólo bajo un manto de impenetrable invisibilidad.
«… Tomó las maneras de aquella señal; la del caño de agua fresca de un manantial, que hacia el arroyo y más tarde hacia el río y el mar va, cuándo de entre las rocas emana.»
318-omu G.S. (Bcn-2014)