Aún sin relojes… las décadas pasan;
relinchan, ronronean,
ladran, maúllan y chillan.
Azuzan dándole alas a la evolución.
Motivan ofertando descubrimientos
y hasta aturden con su inacabable trajín.
al elemento estacionado
y al ser viajero.
A base de espacios y circunstancias,
de horas y de albas,
de almohadas y segundos,
se contraen y estiran las almas,
incrementan sus puntas y destellos
así las estrellas y así las galaxias
y no existe un abismo u ocaso
que cierre por siempre el mañana.
Las décadas surgen desde
unas formas dictadas por pasajeras instantáneas
que tantas veces repetidas
acaban por engarzar una novedosa realidad.
Pasan y tanto respetan a todo
(maneras, imágenes, géneros, culturas y credos)
que arreciando sobre este planeta,
a nada discriminan, todo lo abrazan.
Por la suma de diez años
con sus consabidas estaciones
crecen las décadas;
años que chasquean sus dedos,
con la infinidad de razones de vida
que portan, elocuentes, los días.
Las décadas transcurren vertiendo en los hombres;
serenidad y paciencia: Respiros calmados.
Añaden barriga y algunas veces calvicie.
E inclusive al expresivo vigor lo apagan
tornándolo sedentario.
Aportan el desgaste venido por el uso
igual que capacidad de elección,
agudizan la comprensión
aunque evidencian nuestra vehicular propiedad
al denotarse el insalvable cansancio.
Las décadas pasan y posan saberes
que aguardaban adosados al camino.
La sabiduría prende enraizada
a la escucha y el atrevimiento.
Espera al bailarín cuando danza,
a los sentidos que captan
la vitalidad que se revela en todo,
que está como enseñanza adosada
a cualquier labor u ocioso paseo.
Los años se convierten en décadas
y las décadas en siglos,
y entre años, décadas y siglos
va llenando su tarro la humanidad,
se sacia de descartes,
de deberes y vivencias.
Todos los años, como partitura sinfónica,
albergan mil notas.
Vuelcan sus otoños;
desenrollan sus alfombras hechas
con ropajes cobrizos.
Extienden en los bosques
laberintos compuestos por ramas entrecruzadas
y mediante instrumentales hojas, orquestan,
al crujir éstas bien secas;
ante la ventisca
o al ser destapadas de la escarcha nocturna
o por los animales, cuando husmean, pisadas.
Y todos ellos también…
derraman sus inviernos;
de gorros y guantes.
De lluvia y paraguas.
De frío y abrigos.
De estufas eléctricas
y mantas y cocidos.
De leña que arde
y brasas que humean
¡conminando mil dibujos!,
mientras su fuego calienta
y se alumbra la estancia
de anaranjados reflejos
y salpicones rojizos.
(Acude a mi mente, como joya sensitiva que resguarda mi memoria, las gruesas y empedradas paredes que configuraban la cocina de mi hogar.
Cocina encalada que decorada con artísticos desconchados y escuetamente amueblada, amparaba juegos y comidas, junto a tertulias amenas que no sabían de final).
Hasta a los años les hace falta contemplar
que los cuerpos optan por ser desvergonzados
y se dejan de ropas.
Corretean sensualmente tentadores,
totalmente o casi desnudos;
optan por regar sus pieles
e impregnarlas de sol y de verano.
Arropándose con la desnudez
disfrutan del salitre y de la brisa marítima,
del acuoso y visual virtuosismo de las rocas
decidiendo encumbrarse como castillos,
pero con movimiento asediando con sus pies
a las agotadas olas que besan la orilla.
Los años precisan contemplar
como los cuerpos se sacrifican gozosos
y pletóricos brindan su sexo limpio al estío.
No pretendo dejarme,
no quiero obviar al contar,
el tiempo álgido que resguardan los años…
Cuándo se encrespan los seres
y antes de crecer un peldaño
vibran y se tambalean sus emociones.
Y la vegetación se multiplica
renovándose los jardines y las ciudades.
Y son corregidos los grises
y asediados los oscuros
y vencidos los opacos
al encenderse un arco iris
que guardaba en su mochila la renovación.
Al deshuesar los tonos verdes, la primavera,
donando esa parte de un año,
el brillo contenido
en un sinfín de vivos y refulgentes colores.
318-omu G.S. (Bcn. 2014)