Acierto a comprender la simbiosis que existe entre el sillón en el cual estoy acomodado y yo; ambos, bajo una buena ración de peso específico; resistimos aunque hundidos.
Es pequeño y cuadrado mi salón; le niego cualquiera de sus espacios a ninguna fotografía; esas imágenes de papel saben a tiempo pasado, a indigestión y a añoranza y algunas al réquiem que aborda dejándonos mal sabor. Tienen un pellizco de regusto a vencimiento y a derrota, son solamente poseedoras del tacto que pereció, de un sentir igual inconsistente como invisible.
Aquí sentado, alojado en la perspectiva que me otorga una esquina de mi salón, ando sumergido en la desidia que escucha el murmullar de unos pocos muebles bastante gastados -maderas trabajadas a base de manos expertas que ya marcharon y del picar comedido de un martillo sobre la empuñadura del cincel. Maderas que rememoran; abejas y mariposas revoloteando y subidas sobre las ramas floridas de arbustos y árboles que alardean su verdor vistiendo inmensos bosques- Muebles que dialogan con figuritas caídas como obsequio o por agradecimiento, con aquellos libros protectores de tanto saber, y con la indulgente penumbra que ampara nuestra mutua nostalgia; la de los objetos aquí presentes y yo.
Es denso el tejido de las cortinas, su grosor amordaza el abecedario de la luz. Como vendas, las cortinas impiden que la luz viera la carga que soportan mis entrañas, las huellas mayúsculas de mi dolor; brotar, desde lo hondo de mi interior, la muchísima pena que alcanza a enturbiar, el color caramelo de mis ojos y la expresividad que cabe en mi mirar -hay épocas en que las fuentes de las cuales emanaba agua cristalina, claridad que sanaba, quedan secas de tal, sólo llegando entonces a dar de beber y mojar; agua turbia, con agua embarrada-
La luz; tozuda, revitalizante y compasiva, insiste en entrar, nunca se rinde, ¡batalla!. Aún a expensas de encontrarse los cortinajes corridos y las persianas bajadas hasta casi al punto de noquearla consiguiendo el cero lumínico.
La luz pretende, quiere acallar, a esa desagradable emoción que esclaviza; abatir el suplicio atroz, a esa amargura que llega tras la pérdida que trajina royendo alegrías.
(Te paladeo, pues todavía deviene reciente tu marcha. Caminas próxima, ¡a tocar!, al ser conminada por los olores, las maneras cotidianas y las sombras, que por quererte cuándo estabas aún te dibujan.
Puedes más que la arena que criba las jornadas, que desvencija los enseres, que arrebata irremisiblemente los instantes y absorbiendo nuestra agua nos desgasta).
318-omu G.S. (Bcn. 2014)