Maite, desde hacía más de un año, todos los días laborables a media tarde, coincidía con Miguel en el entrañable café de la plaza santa Caterina. Entrañable local todavía regentado por la señora Irene, mujer octogenaria que había heredado el negocio de una tía materna suya que, tras quedarse viuda de su primer marido y casarse con un cordobés muy inquieto, se fue a vivir con él a las islas Barlovento de las Antillas.
Todas las paredes de dicho local se mantenían revestidas con baldosas de elaboración única, baldosas que gracias s su fondo blanco -un blanco ya algo roto por el paso del tiempo- podían regalarse, espléndidas, a cualquier tono; al rojo, al verde o al azul, o a esos colores de tierra más serenos que otorgan el toque sencillo. Cada una de estas baldosas, con su palmo por palmo de tamaño, delataban un hacer de pintura y cocción exquisito; un hacer artesano; al evidenciarse en sus gráficos, floreadas y pictóricas representaciones sumamente creativas, sin repetición alguna.
La iluminación del café, local de techos altos, venía ofertada por varios apliques luminosos incorporados en los tabiques a dos metros de altura, apliques elaborados con metal de cobre y sendas pantallas que se estiraban ovaladas hasta alcanzar su propia punta de pergamino. Como luz principal, dos lámparas enormes pendían del techo en las dos pequeñas estancias que conformaban el negocio; lámparas, que alegraban la lectura de novelas y periódicos, lámparas llorosas al estar conformadas por centenares de lágrimas que, con cristal, unas manos expertas tallaron. La calidez del ambiente resultaba la idónea, un anaranjado relajante incitaba a las confesiones más íntimas, a los besos puntuales y tímidos de amantes, y a fraternizar al sentirse próximo al sí de almuerzos y meriendas, al sonido familiar de los platos y de las cucharillas.
La señora Irene, se resistía a imprimirle cualquier cambio de decoración a su establecimiento que pudiera hacer marchar a aquellos fantasmas que gustosamente perduraban dentro del café prosiguiendo sus tertulias.
Maite no conocía de Miguel ninguna de sus señas, ni tan siquiera su nombre, solamente intuía su edad, lo situaba cercano a los cuarenta. Lo que sí tenía claro, era la intensidad que percibía en cada cruce, aparentemente casual, de miradas. Ella bebía de la lujuria en los ojos de Miguel, al leer en ellos unas inmensas ganas de poseerla, la locura del deseo.
En más de una ocasión, Maite, al despertar por la mañana, cedía a la tentación de imaginarse cómo sería un encuentro íntimo con Miguel; se permitía, repleta de onirismo; intuir la consistencia de los pectorales y los bíceps de Miguel, olfatear sus cabellos largos y morenos y hasta hallar la dureza que resguardaba en su entrepierna. Ella, mientras ilusoriamente degustaba esos gratos apuntes corporales, deslizando sus dedos corazón e índice se cercioraba de su excitación al sentir como de húmedas quedaban ambas yemas. Encantada, se dejaba llevar, jugueteaba combinando la delicada fricción con el medido golpeteo, acertaba a darle más ganas a sus ganas y sentía deslizarse, muslo abajo, algunas tránsfugas gotas que evidenciaban, todavía aun más, la necesidad de culminar dicho instante regalándose el éxtasis extremo con un complemento bien escogido que le diera penetración.
Maite, estaba decidida a encarar de forma directa el tema, a plantarse cualquier día, de imprevisto, delante de Miguel, y golpear contundentemente la mesa; de una vez por todas, sino era él sería ella, tenía que atreverse.
Al día siguiente, Miguel, se presentó más atractivo que nunca, con unos tejanos ajustados que remarcaban a la perfección el poderío de sus cuádriceps y la carnosidad redondeada de sus nalgas y, cubriendo su torso, una camisa de color violeta pálido justamente desabrochada que, complementándose a la perfección con el azul gastado del pantalón, resaltaba largas horas de sol sobre esa piel, quizás de brisa marítima y de natación, de relajación y de playa.
Maite, espero que él se sentara en el taburete del rincón del café, donde Miguel acostumbraba. Le daba la sensación, debido a la insistencia al escoger el lugar, que Miguel era persona hecha a las costumbres y a los hábitos y, por lo tanto, de ideas fijas. Una vez lo vio acomodado y ya removiendo el azúcar de su café, se dirigió hasta él y, plantándose a un palmo del deseo de Miguel, le dijo:
-Cuándo vas, por fin, a atreverte; a dejarte de miradas fugaces y furtivas, a dirigirte a mí de frente, a morderme la boca de imprevisto, o a sencillamente pedirme una cita…
Miguel, perplejo ante tal demanda que a su vez servía de reproche, alterno una tímida sonrisa con unas pocas palabras, cuales al brotar delataron una voz grave y cálida que incitaba a dejarse inundar por completo de ella, al delito de solicitarle que le susurrara a ambos oídos y enmudeciera a la mente con su habla.
-Aun desde lejos; sepas que ya te pedí, ya te sentí, ya te toqué… no creerías cuantas veces te tuve.
El palmo de distancia se convirtió en medio, y Maite le argumentó:
-Lástima que, en ocasiones, las personas, saciadas de vergüenza y de remilgo, lleguemos al punto de excedernos con las limitaciones volviéndonos casi cobardes. Que nos contengamos al estar domesticados por normas y formulismos, así renunciando a ciertos impulsos que mostrarían la digna atracción que por otros seres sentimos, es una pena que callemos las alegrías y que cantemos continuamente acerca de los dolores y las penas.
Por suerte, nosotros, ahora conoceremos, tras compartir desde la distancia dada por tres mesas redondas de mármol y forja y después de cuatrocientos cafés, cual es la musicalidad exacta de nuestras pieles.
318-omu G.S. (bcn. 2014)