Cincuenta vueltas a la llave, para encontrar en las profundidades, tristemente, tras abrir, sólo frustraciones, desamores, absurdos y desastres: Sangre helada. Horas baldías.
La pena dentro concibe el dolor y el hambre futura (no confundamos nostalgia con pena). La pena destruye las hechas y las posibles vasijas, las obras de cualquier alfarero. El barro se resquebraja por falta de agua. Los esmaltes y óxidos, languidecen: pierden su calidad y fulgor renunciando a ser vida. Las manos se adelantan a su ancianidad y, anquilosadas, deforman aquello que tocan, extravían su arte y sensibilidad ante el frío de los inviernos que se sucedieron y, tozudamente, quedan tan arraigados a cada cuenta de sol y alumbramientos de luna, que apuestan por la voz de perpetuos.
Recuerda, alfarero, que los vientos han de pasar portando huracanes y brisa. Que, tú, no debes recoger el llanto y resguardarte bajo las lágrimas. Debes, por juicio y con corazón, oír la melodía que silban y agradecerla y rememorarla.
Recuerda, alfarero, que eres y sostienes todas las formas y contenidos que ha tenido y tendrá el barro. Que, tú, escoges la que quede como firma.
¿Cielo o infierno?… Barro. Barro.