
No les resulta posible presentar al hombre o a la mujer que vive tras el duro aislante que representa el caparazón que han aceptado o que les ha sido impuesto. Contactos y ambientes restringidos, es lo único que les espera, siempre al margen de nosotros, los de a pie.
No vale cederle un bostezo al público, aunque estén somnolientos en conferencia episcopal o política. Les queda lejos la subida en el precio de una barra de pan o de un litro de leche. Las arcas de un estado les asigna buena paga, más lo consabido y añadido que les cae por la trastienda: las más ventajosas informaciones, bursatiles, inmobiliarias y financieras, que con garantía absoluta y sin temor a perdida, les incrementa, con excelente tapadera, sus protegidos y encubiertos beneficios. Es así como viven… viven bien, pero que muy bien.
Sabanas de satén, impregnadas de sudor humano, como de cualquiera, están pegadas y se acartonan sobre una verdad tejida a razón de farsas que les darán un estado febril y acabarán por enfermarlos. La vejez de la carne también se posa sobre ellos, de nada les sirve en la ducha o frente a aquella intimidad que delata las mentiras, su corona o rango con galones.
Cuadros enmarcados, vistiendo la imagen de la prosperidad pasada que obtenía concesiones por establecerse como intocable realeza. Tras sus ojos pintados, la obligación; la compostura estricta, las respuestas rígidas y ordenadas sin atisbo alguno de espontaneidad. Reverencias pasajeras e hipócritas dándose cita dentro de un palacio. La verdad más simple y cotidiana de una mayoría queda lejos de su uniforme y circunstancias.
Solos. Preocupados, cabezonamente, en suplantar al que ocupo su mismo cargo antes que ellos. Preocupados en conseguir un exito mayor; los reconocimientos fundamentados en el cinismo cretino del reinar.
Agenda colapsada. Marchan a lucir su palmito, van para el África, Asia o alguna parte de la América latina, pasean por el tercer mundo como si fueran salvadores. Van allá donde los hay, de inocentes, muriendo en la calle sin medicinas y sin hospitales, donde las vidas parece que no tienen precio por no valer nada. Saludan hipócritamente a esas gentes que utilizan y de alguna manera les sirven, esas que no disponen de lo indispensable pero que esbozan por cualquier cosa una sonrisa. Esos a los que nada les resulta fácil, que ni para comer ni beber tienen. Esos mismos a los que occidente les regala grandes pedacitos de toxicidad y de miseria. Esos que se prestan a la foto que al mandatario le interesa, a la hora de salir, como benefactor, en la televisión o las portadas; viene bien posar mientras se combinan la indecencia que se les regala con unas cuantas sonrisas inocentes.
Esculpen una falsa muestra de generosidad y de bondad, pero, eso sí, a las 12… ellos bien puestos, con sus trajecitos de clase y con firma contrastada, piezas regaladas que no pagadas, ellos, acudiendo a la opulencia de reuniones y banquetes ¡lejos del pueblo!. Colapsan sus intestinos de tanto engullir, disponen de lo mejorcito de aquí y allá. Al día siguiente, las noticias resaltan la compasión y empatía de los reinantes, no el contenido ilusorio y la realidad banal que realmente ha acontecido; se hace gala de una ficción, se escribe hipocresía con letras mayúsculas.
Mayormente quedan para los libros de historia, los nombres fechados con siglos; cuatro apuntes simplísimos sobre estos y esos que han reinado. Coronas y laureles. Generales y tenientes. Confidentes engañosos, que saben bien disimular cada farsa y cada engaño, seres clasificados que se encuentran afincados dentro de un durísimo escondite, su caparazón.