Los mejores amores suelen ser provocadores; utilizan el músculo del corazón, la intuición esperanzadora y el pálpito de la entrepierna. Pactan con la grandeza y el delirio e incluyen en su agenda:
El sexo exclamativo que completa exento de interrogantes, desconociendo el moho que habita y pudre la trastienda; eludiendo máscaras traidoras y nocivas payasadas que provocan un viaje sin retorno hacia los portales más oscuros. Ese sexo, adherido al ajetreo, convierte sillas robustas en sillas cojas, revienta colchones resistentes, mancha las alfombras y parte en dos las mesas donde solo sellan las salivas de su nombre y los gemidos.
Esos amores; de mano firme, paso confiado y entereza; anotan la aceptación que le corresponde al apartado individual y subjetivo, y la comprensión que inclusive abarca, desde lo surrealista o lo paranormal hasta lo incomprensible e ilógico ¡razones y vísceras propias y puras de la tradición humana !
Saben, estos amores indelebles, acerca de unas tachaduras ilegibles, garabatos con tinta de celos, arrebatos pasionales que transforman parajes idílicos en pasaje de penumbras, y de cómo sobre estas formas faltas de contenido se puede crear aquel arte que traspasando las tendencias de los siglos, se torna arte incalculable y perpetuo.
Los mejores amores se cruzan frente a nosotros en las pantallas de los cines, pero podemos disfrutar de ellos, cuando de veras en ellos creemos. Sufren y gozan el parir y morir de una vida, con sus correspondientes relámpagos y océanos, y soles y arco iris y nubes, caramelos y vendavales, pero siempre son capaces de descubrir esos mágicos puntos aparte, donde de nuevo se encienden las velas para alumbrar. ¡Oyen el sonido de los imanes!, están abiertos tanto al trance dichoso e inevitable como a la reconciliación tras la deriva.
Amores… que cruzan y entremezclan sus letras. Amores que nunca se cansan, que siguen y siguen, persistentes, conviniendo en pelos y señales que les hagan alcanzar la unidad tangible y la invisible, una eternidad de transparencia.
Amores que, infatigables, sirven café con una sonrisa amplia en el rostro. Sonrisa que sabe a flor, a paloma, a cima y a una fe, cual no conoce credo más que el de la madre naturaleza.
Amores que optan por ser amnésicos de todo aquello que no construya, que no merezca la pena. Que dan de comer contra viento y marea; durante el día en que las hormigas trabajan y la cigarra descansa o suena, y desde el crepúsculo propiedad del grillo y de cada uno de los halos intrigantes e imaginativos, tanto de las lunas llenas como de las nuevas, hasta aquel otro, en que el gallo canta, cuenta y clama, llamando a nuevos amantes y a la despereza.
318-omu G.S. (bcn. 2015)